Aun vienen a verme;
son muchos, inciertos, sin nombre y sin dueño.
Son grandes, salvajes, oscuros y viejos...
Mis monstruos, mis perros rabiosos;
dejaron de ladrarme ya hace mucho.
Ahora se han vuelto sagaces y ocultos;
ligeros de pies, huidizos, rastreros...
Mis perros de presa detrás de ese olor
que un día probaron cuando me mordían.
No pierden mi rastro. Nunca lo harán.
Están ahí, agachados detrás de las puertas que aprendí a cerrar,
esperando que yerre mi tino algún día: quieren más.
Los oigo gruñir,
puedo oler sus babas rabiosas algunos días
de esos que de grises son ya negros
de tormenta contenida.
Me esperan
y el miedo me empieza a comer las entrañas
como si ya estuvieran ahí, devorándome,
como si ya me hubieran saltado y abierto en canal,
como si ya me royera el dolor que me habita.
Brutales fauces.
Y en mi cama, al menos tres.
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