Lola intentó no transportarse a la mente de los transeúntes que desde la acera de enfrente trataban de cruzar a este lado. Era más que probable que hubieran presenciado la escena y ahora estarían escribiendo mentalmente sus propias versiones de lo sucedido antes, durante y después de ella. La pura realidad era mucho más sencilla, puede que incluso hasta más cruel: ninguno de ellos había prestado la más mínima atención a lo ocurrido, ni tan siquiera la visión de aquella mujer en medio de la carretera, con ambos brazos a los lados de su cuerpo, inmóvil e indecisa les había hecho distraerse lo más mínimo de sus preocupaciones y quehaceres. Lola debería darse cuenta más a menudo de lo insignificante que puede resultarle al mundo su existencia. De ese modo se ahorraría un gran número de sensaciones, sentimientos y pensamientos que demasiado frecuentemente colapsaban su mente y su corazón.
Un coche pasó a toda velocidad, levantando a su paso una cortina de agua que minutos antes, yacía plácidamente sobre el asfalto. La pequeña ola cubrió a Lola al tiempo que las primeras lágrimas empezaban a rodar ya incontenibles por sus mejillas. Ahora ya daba igual. Nadie sería capaz de distinguir entre el agua del charco y la de sus ojos, excepto ella, y casi tampoco: las dos sabían a la misma podredumbre y suciedad. Avanzó un paso decidida a que el próximo coche que pasara decidiera por ella si merecía la pena continuar viva. La respuesta fue un monumental frenazo y un ensordecedor toque de claxon. La suerte seguía ausente en el escenario. Decidida a no contradecir al destino, cruzó la calle prestando nula atención al energúmeno que sacaba la cabeza por la ventanilla y se desgañitaba en vano lanzando improperios y blasfemias. Lola sonrió. Había conseguido que alguien se parara y le dedicara al menos diez segundos de su mañana. Entró como por inercia en una cafetería. Se sentó en una mesa en la esquina más escondida que encontró en el local y sacó de su bolso un pañuelo y el móvil. Miró la pantalla con esa absurda esperanza con que siempre la miraba y volvió a dejarlo en el bolso con la misma triste desilusión y miserable autocompasión con que siempre lo devolvía a su lugar. Se secó la cara a tiempo de que el camarero que se acercaba pudiera distinguir sus oscuros ojos entre el blanco del papel y el negro de los cabellos que caían mojados sobre ellos. Pidió un café, esa ancestral y bendita medicina que se había convertido en la panacea, afortunadamente fácil de conseguir, con que Lola ponía punto y aparte a cada acto de su drama particular.
El camarero le sonrió. Lola levantó la cara y le devolvió la sonrisa. Los hombres le sonreían a menudo. Las mujeres ocasionalmente. Los hombres la herían siempre y las mujeres solo alguna vez.
2 comentarios:
Me gusta la onda deprimente de esta historia. Pero me gustaría mas una secuela “la venganza de Lola” o algo así. (si, aunque parezca increíble, estoy siendo positivo)
Me gusta lo narrado, cómo está escrito y la verdad que tiene. Sólo espero que cuando yo le sonría a alguien no la hiera ni antes, ni durante, ni después.
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